El regreso

Andrés Recio

Tú volvías a ellas cada verano. Al regazo de aquellas mujeres de luto sempiterno, sin números ni letras, pero que a su modo ajustaban sus cuentas y leían en las caras, en las ropas, en la piel, en los ojos. Volvías para acercarle durante varias semanas a sus nietos nacidos muy lejos, en blancos hospitales de enormes ciudades del norte. Tú, el hijo emigrante, retornabas a su universo inquebrantable sobre el que levantaron imperios de carne y de hueso en forma de hijos criados en casas blancas con cuadras y pajaretas, humildes, pero hermosas a fuerza de amor y de cuidados. Regresabas a esas mujeres, ejes del mapamundi estival del emigrante reencontrado, brújulas de la ineludible vuelta al verano de la niñez y primera juventud, a los aleros de las golondrinas y las sábanas con olor a madre, al gazpacho de tomates del huerto familiar, a pasar la mano por el lomo del perrillo de la casa mientras tomabas el fresco y saludabas a los paisanos que pasaban por tu puerta en los calurosos atardeceres.

Tú, alegremente, regresabas a ellas, a su envolvente mundo libre de superfluidades, pero repleto de esencias, mundo eufórico de aires limpios y de frescos abrazos, de vecinas casi hermanas, mundo de aquella auténtica ternura amasada en el sabio crisol de las horas pacientes y abnegadas. Regresabas a ellas porque conociste el crepitar de sus huesos malformados por el roedor trabajo que la prole reclamaba como gorriones de picos abiertos en el nido de la negra necesidad. Ahora el verano se apaga y las largas noches se enseñorearán extendiendo su oscuro manto sobre una tierra que no supo retener a sus hijos, y a los hijos de sus hijos. Noches largas de memorias de ceño oscuro y corazones desgajados donde habitan aquellas almas de trabazón silenciosa que consiguieron hilar los pocos milagros que uno haya conocido.

Miro hacia arriba y por los claros de los toldos que guarecen las terrazas de verano veo una luna llena cercada por su majestuoso y fulgurante halo. Pasan junto a mi mesa tus hijos e hijas que volvieron a pasar unos días al pueblo, los nietos de aquellas mujeres, hoy treintañeros. Dentro de poco se irán para retomar sus tajos y sus vidas, sus sueldos de operarios, sus horarios y sus prisiones rutinarias. De repente suena la campana en la espadaña de la iglesia marcando en el pequeño pueblo no horas, sino semanas volátiles, meses descosidos, décadas de ceniza prendidas de cada impacto como memorias metálicas. Sí, tú regresabas a ellas años atrás, cuando todavía estaban aquellas señoras infatigables del delantal y del balde, de la cocina de leña, las que poseían por ojos dos negros carbones entregados, incansables, debatiéndose entre un océano de arrugas: arrugas del tiempo, del silencio, arrugas del olvido y la renuncia. Hoy su delantal ya no cubre a la prole, ni sirve de regazo al niño chico, ni enjuga las lágrimas, ni tapa del frío. Aquel delantal tierno y a la vez poderoso que antaño desbrozó tupidos caminos, que asedió castillos de necesidades, que luchó contra gigantes de precariedad e injusticia, y todo ello lo hacía armado con un leve y coqueto lacito que bailaba suspendido en torno a una cintura que un día sostuvo al mundo.

diariodemoron.com no se hace responsable de las opiniones vertidas en esta sección de comentarios de opinión.